Cuentan que en la Siena del Siglo XIV la preocupación por las patadas de mula era moneda corriente. Al parecer el equino en cuestión era de uso habitual en el transporte de mercaderías a los centros de comercio, y así como el transporte en rodados hoy tiene sus minucias y eventualidades, el animal de carga solía tener sus malos días y cobrarse sus víctimas. Apareció un personaje que ofrecía la solución para el problema e iba promocionándolo a viva voz por la calle, con una pequeña cajita en la mano. A cambio de una suma de dinero, desde luego, entregaba la cajita al comprador. Al abrirla, este último, descubría que contenía un piolín.
Los reclamos no se hacían esperar, los compradores que habían confiado en que compraban un remedio para las patadas de mula por una suma importante, se sentían estafados. A esto el vendedor respondía que si el comprador se ponía a una distancia de la mula del largo del piolín no recibiría ninguna patada, por lo cual el remedio era efectivo.
Valerse de la confusión que provoca la interpretación literal de algunas palabras para estafar a otros es un método tan antiguo como el comercio mismo. Cito el ejemplo, un poco anacrónico, porque en esa Italia renacentista se gestaba el inicio del comercio como lo conocemos hoy: involucrando la moneda en papel y la figura de los bancos. Podemos decir que se trata de algo así como un vicio congénito.
Todos sabemos lo que significa vender humo o vender buzones y creo que, si bien el tipo penal propiamente dicho trae muchas discusiones a los juristas, a grandes rasgos el concepto de estafa es claro para todos.
El tiempo no siempre cambia el qué de las cosas, pero indudablemente siempre cambia el cómo. Es por eso que en una sociedad que involucra mercados donde se produce en forma masiva y se vende en forma masiva, el engaño se puede producir también en forma masiva. Y si le preguntase al lector ¿Cómo tiene que ser la solución? Seguramente me respondería que debiera ser también masiva. Esto que parece tan sencillo de expresar tardó muchos años en formar parte de nuestro derecho, no fue sino hasta la sanción en 1993 de la Ley 24.240 que los Arts. 4 y 37 incorporaron normas para prevenir del engaño del proveedor en forma masiva. Y aún hoy la cuestión en la práctica corriente del consumo está lejos de haberse resuelto en forma definitiva.
El primero de esos artículos (4) incorpora el deber de informar -que hoy es parte de la Constitución Nacional- en forma cierta, clara y detallada todo lo relacionado con el bien o servicio que se consume. El segundo (37) habla de las cláusulas abusivas en los contratos, que pueden solicitarse sean tenidas por no escritas. Es difícil pensar en la vida cotidiana en una situación sin la otra, por lo que una y otra norma no pueden disociarse.
Piense en cualquier servicio o bien que quiera consumir. ¿Cómo sabe de ese servicio? ¿Cómo sabe qué características tiene? ¿Cómo sabe que no lo están engañando? En los hechos sólo tiene tres fuentes de información sobre lo que consume: la publicidad, el contrato firmado, y la conducta del proveedor durante la relación de consumo misma (lo que se denomina ejecución del contrato). Esas tres situaciones son una misma y única realidad vista desde distintos ángulos: la relación de consumo.
El deber de informar no es un accesorio, o un “decir” de la ley. No se trata de una declamación política o una expresión de deseo, se trata de un derecho operativo. La información es el único contrapeso que puede haber entre el individuo consumidor-usuario y el proveedor que es una organización. Así, a mayor diferencia o asimetría informacional (es decir: cuando el proveedor tiene mayor envergadura) mayor es la necesidad de una información cierta, clara y detallada.
El deber de informar involucra la oferta y la publicidad (Arts. 7 y 8, Ley de Defensa del Consumidor), indudablemente. Puesto se trata de canales de información, para tentar al usuario, y para ofrecer concretamente una prestación de servicio o la venta de un bien determinado. Por ello, la Ley explícitamente dispone que las precisiones de la publicidad integran el contrato.
A su vez el
deber de informar guarda relación directa con la nulidad de las cláusulas
abusivas. Por la sencilla de razón de que el efecto de la cláusula abusiva no
suele apreciarse de la interpretación literal, sino que la redacción de la
misma intenta encubrir el abuso ante la primera lectura y asegurar la práctica
abusiva al momento de la ejecución. Es imposible que se asegure una práctica
abusiva, esté o no expresada en una cláusula abusiva del contrato masivo, sino
es ocultando información. Nadie respondería “si” ante la pregunta: “¿Quiere
Ud. que lo estafe?”.
La idea de la información como derecho y como garantía que va en sentido contrario a la asimetría entre proveedor y usuario parte de la propia norma, no se trata de ninguna interpretación creativa. En el caso de las operaciones financieras para consumo y de crédito para consumo: la falta de información precisa (tasa de interés efectiva anual) abre la posibilidad de decretar la nulidad de todo o parte del contrato (Art. 36) por expresa imposición de la ley.
Para resumirlo en una frase: la información es la primera defensa del consumidor, la primer herramienta que posee frente al abuso. Luego de esa instancia el usuario sólo puede, una vez sufrido el daño por el abuso, intentar reclamos. La mejora en la calidad de los servicios sólo puede lograrse de la mano de una mayor información al usuario.
Desde PADEC trabajamos para lograr la protección de los usuarios en general, y del usuario financiero en particular, también en este aspecto. Así hemos intentado que el Poder Judicial se pronuncie obligando a los proveedores financieros a brindar información a sus usuarios. Principalmente, exigimos que se informe cómo se componen las tasas de interés que aplican estas entidades.
Por último cabe señalar que el derecho a la información no es sólo cuestión del derecho del consumidor, sino que propende al resguardo de otros derechos (p.ej: información ambiental, Ley 303), y constituye la base de un sistema democrático a la altura del Siglo XXI. La democracia no es el sistema de los “porque sí” impuestos de unos hacia otros, sino el de los “por qué y para qué” racionales respetados por unos y por otros. Para ello es indispensable el derecho a la información.